Image by MasterMerkin

Conocí a Serena en la noche que estuvo más tranquila. Su voz no pronunció palabra alguna mientras el profesor explicaba la teoría de la relatividad. Apuntaba todo, hasta el suspiro del maestro al saber que estaba frente a una clase de no entendidos en la materia. Yo me quedé mirándola casi toda la clase desde arriba, como si en algún momento me convirtiese en un halcón y volara hacia su carpeta, mientras todo el salón grita de espanto, para raptarla y preguntarte solamente si me puedes dar un beso.

Me la presentó Camila, la prima de mi mejor amigo. Empezó como una relación de amigos difícil de explicar. Era el mejor amigo del primo de la amiga de ella. Algo más, ese día salimos en grupo. Nadie había entendido la clase y querían reunirse antes del parcial para dar un repaso a los temas. Recién empezábamos el ciclo y ya tenías circulo de estudios. Qué carrera contra el tiempo. Qué locura de las letras que, ante las ciencias, no pueden hacer más que reunirse y platicar como atacarlas en un cuadernillo universitario.

El hecho es que, sin darnos cuenta, ella se volvió mi mejor amiga. Le contaba todo. Qué pasaba con mis padres divorciados, qué sentía al ver pasar a tal o cual chica, qué no me gustaba de la universidad, qué es lo que haríamos cuando salgamos de la carrera, etc. Sus influencias económicas siempre aplacaban a mi humilde procedencia doméstica. Siempre decía que iba a trabajar en la empresa de su papá y yo siempre decía que esperaba que alguna empresa me eche el ojo. Compartíamos tanto por el teléfono, por el chat, por los mensajes de texto que apenas nos dimos cuenta que ya eramos parte de una historia común. Ahí es cuando Sofía hizo su ingreso triunfal.

Un día de lluvia ella llegó con Camila al círculo y nos pidió permiso para incluirla en la sesión. Ella era de otra universidad, pero estaba llevando el mismo curso. La incluimos y mientras la observaba todo el trayecto hasta su sitio, Serena me dio dos codazos que me volvieron a la realidad y al tema que debatíamos ese instante. Nunca me pude sacar de la cabeza la imagen de Sofía entrando empapada por la lluvia y tomando asiento frente a mí. Tampoco el momento de despedirnos cuando la besé y Serena, al vernos, salió corriendo hacia mi auto, entró, se puso el cinturón y tocó la bocina como si nos estuviera esperando horas de horas.

Nada fue igual desde ese día. Ahora a Serena le comentaba cómo me iba con Sofía, qué había logrado en la semana y cuanto me gustaba. A ella le daba igual, siempre me lapeaba y me centraba en el tema del curso o cualquier otro tema. Me desviaba de ella para que le prestara mayor atención.

La misma universidad nos separó. Yo apenas iba porque ya tenía que trabajar y Sofía me había aceptado ya dos años antes. A Serena apenas la veía por la facultad y alguna que otra vez me la encontraba en el chat. Nada como antes.

Un día en clases de verano, Agustín llegó a mi con buenas nuevas. Serena había aceptado estar con un chico de último ciclo. Era su primer enamorado. Yo alguna vez los vi juntos pero no sospeché nada. Ella siempre me evitaba el tema. Me molesté en un inicio, pero luego caí en la cuenta de que no tenía por qué.

A la salida la miré con él agarrados de la manos y no pude soportarlo, me enojé, no la saludé y terminé corriendo por las calles con mi auto en busca de Sofía. Algo había cambiado, no lo comprendía. Hasta hoy.

Caí en la cuenta de que tal vez en algún momento ella se esperanzó en quedarnos juntos. Yo saqué el pie y todo se vino abajo. Olvide que el que se quedó pegado viéndola el primer día de clases fui yo. Que en un principio me había movido el piso. Pero la dejé ir. No le dije nunca nada y ahora ella también se va, es feliz. A las personas les cambiamos el destino con una palabra sincera, con una confesión. Pero no podemos hacerlo porque creemos que, con el tiempo, estas llegarán solas. Nunca llegan, eso es cierto. Y tenemos a aprender a convivir con las palabra atragantadas.

Y de tanto atragantarnos, morimos.

Imagen by Odaяa

Cuando terminé de subir el piso número quince recordé la frase de Westphalen: "nadie sube, son las escaleras las que bajan". Me quedé pegado a la barandilla a retomar el aliento y pensar que todavía faltaban cinco pisos. Maldita claustrofobia.

De pronto alguien sale por las escaleras de emergencia y sonríe fugazmente. Una joven que, por los frenillos en sus dientes, me causa mucha simpatía y me saluda como si fuera un conocido del barrio. Me mira con dulzura, como si le diera pena. Me coge del brazo y me ayuda a llegar al piso dieciséis sin problemas.

Sus manos eran suaves, como si recién se hubiera echado loción o crema para bebés. Su piel era tersa porque tenía un brillo sobre el que no desentonaba con la sonrisa que centímetros arriba me mostraba. No era muy alta, apenas le sobrepasaba. Sin embargo, su agilidad y bondad me hicieron querer que me ayude en todos los pisos que faltaban.

Me preguntó por qué no usaba los asesores a mi avanzada edad. Le conté sobre la claustrofobia que sufría desde niño y mi temor a morirme de un infarto por viajar en esas cajas. Me dijo que no me preocupe, que ella me podía ayudar a vencer ese miedo. Entramos al piso y un pasillo poco decente nos recibió. Me dijo que ese piso era la redacción de un diario amarillo y nunca lo arreglaban bien. Cogió una llave y abrió el ascensor de trabajadores. Me invitó a subir y yo perdido en su rostro tan hermoso ni me fijé cuando entramos casi de la mano. Le dije que iba al piso veinte a una reunión con mi abogado. Habló mal de él, que por qué no iba el a verme en vez de ir yo a por él, que tal vez solo me esté sacando dinero y no me representa fielmente. Le dije que no, que era un asunto extraordinario y que llegaba sin avisar.

En el piso dieciocho el ascensor se detuvo y yo me empecé a asfixiar. Una enfermera subió y dijo que tenía que ir a comer al piso 19. La chica de la escalera le habló como si se conocieran y se despidió antes de que baje. Cuando llegamos ella me quiso soltar y yo le dije que me espere, que tal vez mi abogado no estaba y que, si es que estaba, iba a demorar poco. Además, no podía bajar solo veinte pisos. Ella aceptó en esperarme un poco malhumorada.

Ramírez no estaba.

Cuando volvía hacia el ascensor la miré por primera vez de cuerpo entero y detenidamente. Su sonrisa era encantadora; su pelo y su rostro, también. Llevaba el pelo recogido su perfil se presentaba mágico, íntegro, lozano.

Cuando entramos al ascensor no me habló. Creo que su malhumor se extendió un poco más aunque seguía sonriéndome. Le conté como había empezado mi claustrofobia y tuvo compasión de mí. Se le pasó la acidez. Me tomé la libertad de cogerla de la mano y ella me miró con pena y dulzura, como su fuera su abuelo.

Al bajar le di las gracias y le pellizqué el brazo tiernamente. Ella me miró medio asustada y me dijo que tenía que trabajar. Por un momento me recordó a alguien y no sabía quién era. Me aferré a su brazo y no la quise soltar. Mi memoria estaba trabajando, pero no lograba llegar hasta la persona a quien ella me recordaba. Forcejeamos un momento hasta que ella se desesperó, empezó a gritar y miembros de seguridad se dirigieron rápidamente hasta donde estábamos. Todos se venían y me contenían pero yo no podía soltar su brazo. Ellos eran dos, tres y cada vez llegaban más y por extraño que parezca no podía soltarla. Tomé valor y le dije: no me dejes. Ella se serenó y todos se fueron apartando uno por uno. Ella me miró a los ojos y me respondió: nuestro tiempo terminó, Gaspar, el horario de visitas terminó.

Sofía me dio un beso en la frente y uno en cada mejilla, me hizo una señal de la cruz en la frente y tomó el gabán que había dejado tirado en un rincón. Nos vemos la semana que viene, me dijo. Yo quise extenderla mi brazo pero la camisa de fuerza no dejaba que me moviese bien. Caí en mi sitio y empecé a pensar en todo el tiempo que llevaba ahí y que , tal vez, afuera el mundo habría cambiado durante todos esos años.


Imagen by Ezra Arcia

La ciudad negra como siempre, las luces apenas nos dan la noción de que algo afuera nos aguarda y estamos desprotegidos a tal punto que no podremos escapar si algo salta sobre nosotros.

Las lunas empapadas, somos quince o veinte personas dentro de una misma sala. Algunas comen, otras ríen, otras teclean algo en su ordenador y otras mienten una sensación de tranquilidad. Si me escucharan, tal vez me tendrían más temor que a la escopeta recortada que está en mi maleta. Ellos llegan.

Su carro es un Ford Focus del año. Se sientan y piden dos cafés y un club sandwich. Hoy no me bañé, debo apestar porque nadie se ha sentado en las mesas del costado. Ella lleva una falda roja y un saco negro. Como si luego de esta informal reunión pudiera salir a divertirse un poco. Él la mira y alardea un poco acerca de ser el elegido por esa mujer para salir a tomar un café. Algunos carros pasan por la avenida, apenas se escucha el rumor de las llantas al rozar con el asfalto. El café llega un poco retrasado. El dedo meñique de la mujer se estira, el rictus de sus labios la vuelva aún más deseable. Embelesado él no deja de mirar a su rostro. Ella lo mira y le sonríe. Como le puede sonreír a un extraño o a un amante. No como le sonreiría a su marido. No tan fríamente como me sonríe a mi.

El mozo grita que en diez minutos cierran el local y mucha gente empieza a salir rápidamente por la vorágine que se aproxima desde mis entrañas. Ellos siguen tranquilos, como si nadie hubiese dicho nada. Se cogen de las manos. Por estos lares nadie podrá encontrarlos.

Cuando solo quedamos los tres en el recinto cojo maletín y lo abro. Cojo los libros que dejé sobre la mesa mientras esperaba para guardarlos y saco mi arma. La escopeta recortada. El mozo no se atreve a entrar porque sabe que esta es una cuestión personal. Ella mira de reojo y no se da cuenta de que no tendrá nunca más esa sonrisa en el rostro. Esa sonrisa fría.

Se paran y yo escondo el arma en mi espalda, ambos llegan al Ford, él le abre la puerta y ella le devuelve el gesto con un coqueteo. Da la vuelta al carro rápidamente porque si algo saltara sobre él ahí afuera, no podría escapar. Cuando logra abrir la puerta hasta el límite, yo presiono el gatillo. Nadie grita. Nadie llora. Ella se ha quedado mirándome y el ya no puede mirar. Le quito las llaves, enciendo el carro. Ya no importa que le dispare a la mujer. Dirijo el carro hacia el sur y por un momento creo que alguien nos ha visto, tal vez luego pueda volver por él.

Cuando Catalina abrió el portón no encontró a nadie leyendo en el patio delantero. Detrás de ella Noelia cerró la puerta y se quedó parada a su lado, también sorprendida.

- ¡Abuelito, levántate ya!

Nadie respondió desde al sala y sintió que la saliva le escurría por dentro de la garganta. El vacío se estaba formando.

- ¿Abuelito?

Ambas entraron rápidamente a su cuarto y lo encontraron durmiendo. Catalina como siempre cogió su mano y esta dócilmente se dejó atrapar. No había movimiento. No había calor.

- Noelia - tembló al hablar-, creo que el abuelito se ha muerto.

Noelia no creyó. Toco sus pies y la palidez se le contagió en el instante. Corrieron. Esas noticias tienen que llegar rápido a los oídos de la gente.

Dos jóvenes corrían por la plaza del barrio de Calvario hacia Mollecruz. Y en el suelo y en el aire lagrimas y llantos se iban camuflando.
Imagen By dmaurot

El dolor lo sorprendía cada madrugada en la tarima de madera chusca que le regaló su madre cuando se fue de la casa. El colchón apenas soportaba los revuelcos de sufrimiento y cada noche él sentía que uno de los resortes se liberaba y le destrozaba la parte inferior de la columna, los cálculos lo estaban matando.

Para colmo su trabajo era el menos indicado para la enfermedad. Dedicó años a la albañilería y el oficio de latero en los techados del pueblo. El pueblo creció y había más trabajo. El trabajo aumentó y el cuerpo ya no podía aguantar este tipo de sacrificios. Cada sábado una nueva familia terminaba de construir el primero, segundo o tercer piso y él estaba ahí para cumplir con la labor. Pero la enfermedad pudo más y tuvo que descansar una buena temporada.

Cuando estás bien, todo va bien –decía– y nadie trata de hacerte daño. Cuando estás mal, todo se viene abajo. Ya nadie lo llamaba para el trabajo, los techados se acrecentaban, la economía del país crecía y permitía a sus paisanos construir y construir más casas, techarlas, colgar la cruz, romper el espumante, aventar caramelos y cuetecillos al mismo tiempo de manera que los que recogen los dulces tienen que esquivar los pequeños proyectiles. Todos celebraban mientras que en la tarima de madera chusca un viejo albañil sentía que el cuerpo se le quebrara de tanto sufrimiento.

Un día, harto de tanta inactividad, decidió no morirse de esa manera.

Avanzó incrédulo hasta el patio trasero de la casa. Ese descampado abrigaba tanto polvo y maleza que solo verlo le transmitió un pesimismo bárbaro. Cruzó por el camino que se abría entre la mala hierba, abrió la puerta de la letrina y orinó sangre que más que asustarlo le hizo caer en la cuenta de que de todas formas se iba a morir.

Desenredó una vieja manguera y fue a casa de una vecina a conectarla en el grifo. Ató el otro extremo a una vieja tina de baño y la llenó. Separó agua en otros dos recipientes, silbó para que la vecina cierre el grifo y se sumergió en el agua para sentir el frío del clima, para darse ánimos de sobrellevar la agonía. Se enjuagó con agua de los otros recipientes, se afeitó y fue al paradero del Puente Nuevo para esperar que algún compañero le ayudase a conseguir cachuelos para la medicina, compadre, cada día están más caras y, ¿sabe qué?, ya estoy en las últimas, un poquito de dignidad antes de morir no me caería tan mal. ¿A mis años quién no quiere morir como gente?

Los demás le tenían lástima. El loco Agripino se está muriendo –comentaban– hay que darle una manito para que no siga sufriendo. Poco a poco le iban llegando trabajos simples que él desarrollaba con mucho empeño. Una vieja taza de metal albergaba las monedas que ingenieros y otros maestros de obra le entregaban cuando acababa la jornada. Siempre volvía al paradero y un nuevo amigo lo esperaba con otro cachuelo.

Los dolores aumentaban y la sangre en la orina era tan recurrente que ya poco le importaba cuanto tiempo le quedaba de vida. Solo sabía que pronto moriría y le gustaría morir trabajando.

Eusebio Mendoza era un contratista informal de lateros. Se había enterado del caso de Agripino cuando un día lo vio cojeando y sentándose en la alameda que estaba cerca del paradero. No le costó mucho enterarse que se encontraba en las últimas y solo buscaba tener una manera digna de morir.

En el pueblo todavía abundaban los techados, incluso había gente que decía que ya se podían considerar una ciudad. El ingeniero Bustamante siempre se contactaba con Eusebio para que, con su gente, realicen el trabajo en un día.

Eusebio, te tengo un negocio –decía– cómo es la cuestión. Somos quince cabezas, ingeniero –respondía– si quiere puedo conseguir más, todo depende de los metros cuadrados que haya que techar. Tú no te preocupes –intervenía el constructor– tú ven mañana a ver el techo y coordinamos bien, necesito a toda tu gente dispuesta a sudarla. Está bien ingeniero, ya mañana voy a ver el techo con usted y sacamos cuentas.

Eusebio invitó a Agripino a formar parte del grupo, como abastecedor de las latas. Como no podía cargar peso sobre los hombros, solo podía lampear el hormigón y el cemento como ayudante. Agripino aceptó encantado.

La mañana fue dura. El ingeniero les había encargado techar un auditorio que tenía por lo menos tres diferentes niveles. La labor no fue nada fácil y Agripino, sudando la gota gorda, cumplía con abastecer a las latas con la mezcla de concreto adecuada hasta que de un momento a otro sintió que se partía, dio un grito apagado y cayó mareado sobre el hombro derecho, aplastando la pala llena de cemento. En el acto los otros ayudantes lo cargaron y lo llevaron a un costado. Le dieron un poco de cañazo para que se reanime y siguieron con la faena. De rato en rato Eusebio le preguntaba cómo se sentía y él no respondía, se limitaba a asentir con la cabeza mirando a sus compañeros que terminaban de llenar el techo, los ojos se le aguaban.

A las seis de la tarde se concluyó con el trabajo. En el cielo las nubes eras escasas y no se esperaban lluvias fuertes en la noche. Agripino se acercó a Eusebio para pedirle disculpas por el impase y este le dijo que no se preocupara, que igual te voy a pagar lo que acordamos, mi hermano, hoy por ti mañana por mí y Agripino soltó una sonrisa de aprecio y alegría. Se limpió la mano y la estrechó fuertemente con Eusebio. Gracias compadre –le dijo– qué hubiera hecho sin este billetito. Alzó la maleta con sus ropas de trabajo y se fue perdiendo por la avenida que llevaba hacia la plaza de armas. Debió estar a medio camino cuando el cielo empezó a llorar.

*Publicado en Narrativas N°22
Imagen: RXD by me

Se pasa la vida caminando delante de mí como si por asomo mi vergüenza se canse de ocultar lo que verdaderamente siento. Silbo, me mira intrigada y escondo mis labios después de pasarle la voz. Mis manos tiemblan y no es por verla sino que se han acostumbrado al café. No puedo dejarlos. ¿Y si mañana volteara y simplemente se apague el mundo? Sus manos tantearían el oscuro hasta rozar mis manos temblorosa. Se asustaría y tal vez gritaría. Soy yo, dije. Pude sentir que reía y me tranquilicé. La abracé y permanecimos así. Las luces no volvían y cada vez que respiraba me iba despertando más y más.
Imagen by Pumpkin

Sacude las manos una vez mas, mírate el raspón que tienes en la palma derecha.

La tierra es dura en estos lares, a veces está rellena de piedras para que la lluvia no corroa mucho las bases. Ella sigue arriba, tiesa y silente como un mimo, como si por primera vez nadie la estuviera mirando y el viento no remeciera las ramas más largas del árbol que con placer la posee. La miro y me estremece el cuerpo, veo su cuello mal posicionado, como si fuera a caer y presiento que al despertar tendrá un dolo maldito que la molestara tanto o más que yo. Si respira muy fuerte se caerá, pienso. No lo dudo más y cojo el cedro como palpando algún respaldo por donde pueda llegar a la cumbre.

Mírate como lo intentas, cómo sin darte lo estás entregando todo por mí, te falta muy poco para llegar, toma mi mano, mira que abro los ojos, te sonrío. Ahora trépame a mí también.
Imagen by Vely***

Coge el arma con una de las manos. La pesa. La mira fijamente. Se desinhibe. Se quita la ropa lentamente para que la emoción no se escape por la rejilla de la persiana. Se mira al espejo mientras se quita los pantalones. Se mira y recuerda las manos de Roman serpenteando por sus estrechos mas salientes. Se mira a los ojos y no se reconoce. Vuelve a tomar el arma, sale al balcón y el sepulcro nocturno se ha quebrado por un instante. Su cuerpo cae y todo vuelve a la normalidad.

Imagen by Belezeta

"Vicente daba cada zancada esperando que la dama que lo perseguía fracase en su intento por arre-batarle la vida y eliminar al último testigo de la masacre de La Obra. Casi sin aliento dobló por al-guna de las calles del centro y rogó a los santos que le dieran fuerzas para refugiarse en casa de los Díaz, sus vecinos y ahora sus guardianes. Detrás de él, y a paso de galgo, corría la cazadora fiel de la mesa directiva de La Obra, con una nueve-milímetros automática en la mano izquierda y evitando a los transeúntes; no apartaba la vista de la espalda de Vicente, de sus movimientos y de su destino final. Destino que un disparo podía romper"

Imagen by fracking

"Nunca habían sido mejores amigos, sin embargo, el oficio hizo que se conocieran en alguna sala de redacción, en alguna conferencia o en algún salón de clases".
Imagen by Lograi

La mano le tiembla una vez más, suelta el pincel y una mancha blanca se dibuja en el suelo. Una vez más Simón se agacha a recogerlo, lo deja en la mesa reumática que se equilibra al lado del caballete y se para.

De pronto la habitación se le cae para un lado y trata de mantenerse tranquilo, equilibrarse y dejar que pase una vez más, no lo puede controlar. A tientas y con riesgo a dejarse llevar por la pendiente se dirige hasta la cocina en busca de algún estropajo o servilleta que le ayude a limpiar el pequeño desastre. Se aferra al suelo y se deja llevar por sus vaivenes. Si va en contra de ellos se caería hasta el fondo de la habitación donde un cuadro de Sabogal intenta caerse por el movimiento. Tropieza y se va bruces al suelo. No sabe si es porque la habitación se está cayendo o porque un pedazo de madera le ha jugado una mala pasada.

Al voltearme contemplo la mancha blanca como si tuviera vida propia, se expande como si de algún lugar le echaran más agua a la pintura. La blancura empieza a arrasar con todos lo objetos de la habitación, no importa que se vayan cayendo hacia el nuevo punto de gravedad. Volteo hacia el otro lado y la veo allí, inamovible, como suspendida en el aire. La reumática mesa se ríe de mí, ella todavía tienes años para darle al oficio. Mi última pincelada se cayó al suelo y ahora está inundando toda la habitación. Todo blanco, todo limpio, tan callado y de pronto una voz me dice: 'bienvenido'.
Imagen By FrankGlz

Trabajo individual. Teacher, ¿puedo ir al baño?. English, please. Meyaygoutudabrazrom, please? No, mejor me quedo y voy luego al baño, total ya falta poco para acabar la clase y terminé de hacer el trabajo. Blah, blah, blah, blah (in english). A ver, qué es lo que tenía que hacer en la tarde. Creo que ya empieza el proceso de matrícula, creo que llevaré filosofía y comunica. Tengo que. Necesito acabar con los requisitos para pasar a facultad. If you have finished the exercise 2, complete the exercise 4. Complete, complete, complete, ¿no sabe decir otra palabra? O sea, me cae bien, además está embarazada y normal. Lo que pasa es que estoy aburridísimo y ya pues, ¿ya es viernes no? Deberíamos salir más temprano. Además el calor es una cagada. Se dice fucking summer, ¿no? Ves, el inglés no es tan difícil... (Alguien voltea y me habla rápido)

- ¿Estas usando tu borrador? - oigo.
- No, no.
- (...) - sonríe incómodamente. Su cara es más de asombro que de cordura.
- ¿Dije algo mal? - pienso - creo que quiere que le preste mi borrador.
- ¿Que te preste mi borrador? - trato de corregir.
- Sí, por favor. Su cara de asombro se mantiene y tímidamente acerca la mano.
- Sorry, no te escuche bien - atino a agregar y sonrío estúpidamente.
- Es la primera vez que me niegan algo que pido prestado.
- Carajo - pienso - debo poner más atención.

- Have you finished?
- Not yet - pienso.
Imagen By Jaaat

Tengo la cabeza en otra parte. No sobre el cuello como todas las personas. Tengo la cabeza más o menos a la altura del corazón. Llevo pertenencias mías que no ocupan lugar alguno, vienen así, conmigo, una joroba le dicen, otros la insultan y es apenas un pedazo de carne y vértebras que sobresalen de mi espalda. Todos cargan sus cruces, yo cargo una joroba.

Siempre estoy oculto, como el de Notre Dame mirando como pasan las ninfas esas por las calles agitando sus carteras como si fueran vacas, espantándose las moscas y convocando a los bichos que como sombras se deslizan subrepticiamente por las calles de esta maldita ciudad. Si supieran que alguien los ve, ve todo lo que hacen y tratan de hacer, sus juegos, sus intentos de ósculo, sus malditas billeteras que se abren y paran un taxi. Yo los veo y te reconozco.

Siempre altiva, siempre rubia, siempre sucia. Eres tú y te llaman calle. Antes solías alzar la mirada y regalarme una sonrisa. Antes. Cuando era más joven y mi cara era lozana aún. Ahora la barba me cubre la cara y tu repulsión se refleja en los tantos clientes que recoges cada día. En qué momento te volviste tan frívola. La vida también te ha pasado factura. Estas rubia, pero gorda y vieja. Ya casi nadie quiere conversar contigo sobre negocios, pero eres la elegida entre los adolescente que se quieren volver hombres. Ilusos, decías. Por qué no se consiguen una mujer, decías. Antes eras buena, me prestabas tus juguetes mientras te quedabas en casa. Tu madre te dejaba todas las noches aquí. Aquí mismo donde estoy parado. Mirábamos como esos hombres se acercaban a esas mujeres y te daba asco. Ahora lo has perdido. Ahora me has perdido. Aunque me estés mirando y sonriendo como antes, me has perdido.