- ¿Cómo te reconoceré si luces igual a las demás?
- Tengo un lunar en el ojo izquierdo.
© Carlo Reátegui

Cuando ella vivía frente al cine, cada día me paraba en la puerta a comprar una entrada y esperar tener la oportunidad de verla. Por lo menos de casualidad.

Habían pasado años desde la primaria y todo era diferente. La bodega de Joel ya no existía, la vendieron y ahora en ese lugar estaba un mini casino. Al frente, la verdularía del chino Tsung se convirtió en billar. Los chifas criollos proliferaron, el cine cayó de nivel, el color de las casas perdió contraste y los recuerdos apenas circulaban por el barrio.

Sandra caminaba conmigo esas calles durante las salidas del colegio. Yo la dejaba en su puerta y corría donde el chino a comprar los tomates que mamá a veces me pedía para la ensalada del almuerzo. No volteaba hasta llegar a la verdulería, casi caminaba de espaldas esperando a que ella entrar a su casa. A que no le pasara nada.

A los trece años todo eso se rompió. Crecimiento, desarrollo, llámenlo como quieran pero ella ya no tenía tiempo para mí. Ahora eran otros chicos los que la acompañaban después del colegio y el chino Tsung perdió a uno de sus clientes porque casi ya ayudaba a mi madre en casa. Los domingos por la tarde ya no jugábamos fulbito en la calle y poco a poco todos íbamos armando parejas para ir al cine. 

Ella siempre fue acompañada. Yo no, ni en grupo.

Cada día me paraba en la puerta a comprar una entrada y esperar la oportunidad de verla, por lo menos de casualidad. Siempre salía con sus hermanos, con su mamá o con algún galifardo que por allí asomaba con intereses mayores que solo amistad.

Yo estaba celoso, pero era tan pavo que ni siquiera me atrevía a decirle lo que sentía por ella. Cada día me moría y sentía las manos de la soledad inquietando mi cuerpo adolescente.

***

En el barrio también vivían Moncho y Pancho. Junto a ellos yo pasaba mis tardes olvidándome del amor y pensando más en como ser rebeldes. Pero rebeldes caletas, ante todo debíamos ser caletas.

Pancho vivía al frente del colegio, en una casa de cuatro pisos que solo era habitada por su familia. Todos salían a trabajar todos los días y no regresaban hasta la tarde. Aprovechamos las oportunidades y empezamos a faltar a clase. Primero para leer y conocer el mundo a partir de la literatura, pero luego todas nuestras alegrías se convertían en alcohol, cigarros y diversión. Corríamos en la azotea haciendo espectáculo de nuestras ventajas. Disfrutábamos la vida.

Sandra también tenía un grupo de mujeres que eran mejores amigas en el colegio. Eran las que más se ofrecían para representar al salón en cuanto concurso entre grados existieran. Cerca de la fiesta institucional del colegio, ellas se habían ofrecido para un sketch. Pancho se comprometió en prestar utilería, por lo cerca que quedaba su casa y entre nosotros nos miramos con cierta burla, una nueva fecha de diversión.

Ese día llegamos todos temprano. Ellas venía a prestarse los muebles para el acto teatral. Nosotros tan solo diversión matutina en horario de clases con un poco de alcohol para alegrar la mañana. Todo transcurrió muy bien, pero tantas tardes esperando en la puerta del cine iban abriendo esa puerta que ante Moncho y Pancho siempre había mantenido cerrada: me moría por Sandra, sufría por ella, me encerraba en mi cuarto a cantarle canciones como si la tuviese en frente. Cada noche, cada momento en el que me quedaba sin ruido y mi cabeza era obligada a reflexionar, no lo hacía: pensaba solo en ella. Pero esa puerta se cerraba cuando salía de mi cuarto, cuando luego de media hora parado me animaba a entrar a la sala y ver la película que había comprado en boletería.

El alcohol a veces tiene ese efecto: de la euforia a la inanición. Mi sentimiento tenía tanta intensidad que el alcohol permitió que creyera que también tenía el alcance para hacerlo.

- Moncho, préstame tu cel.
- ¿Para qué?
- Sandrita, brother, ya no puedo más.

***

¿Por qué me acordé de ella?

Moncho, años después me dijo que había sido un imbécil. Pancho también me lo dijo. Nuevamente entre alcohol reflexionamos sobre esa mañana y yo todavía no había ordenado las ideas sobre ese día. ¿Qué había pasado por mi cabeza?

Pancho supone que el alcohol me empiló para malograr todo lo que había conseguido. Moncho cree, por el contrario, que todo era quimera porque él también le había puesto el ojo y no había logrado nada.

- Si yo no pude, tú tampoco ibas a poder.

***

- ¿Y qué le vas a decir?
- No sé, yasemevaacurrir algo total, noestoypicadoniborracho. Se entiende cuandoablo, ¿no?

***

Sandra, años después, volvió a hablarme. Casi como cuando hablábamos de niños, de púberes, Pero algo había cambiado en ella. Tal vez ya habría encontrado el amor en otro lado. Pero yo quería sacarme la espina. La llamé y le dije que volvía a Lima en pocos días. Que quería verla.

- Me voy a Arequipa la próxima semana, ¿cuanto tiempo te quedas? Si te esperas hasta el próximo martes puede que nos podamos ver.

Y si había esperado tanto tiempo, por qué no una semana más.

***

- ¿Aló? ¿Sandra?
- ¡Manolo! Shhh, donde estás, no puedo hablar, ¿por qué no han venido?
- Es que yo quería decirte...
- ¡Espera! Shhh, Cáceres está cerca, me va a quitar el celular. 
- Sí, pero....
- Shh, ya, chau, nos toca actuar.

***

Me paré nuevamente frente a sus casa el siguiente martes. Del cine salían algunas parejitas, llegué temprano como nunca y esperé unos minutos antes de tocar el timbre. Vivir en el extranjero me ayudó a ser puntual. Todo era ruido alrededor. Ella demoró un poco en sacar su cabeza por la ventana que estaba encima de la puerta. Salió, gritó de emoción y sonrió gritando ¡Ya bajo!

El sudor de las manos casi hace que se me caiga el ramo de crisantemos que le traje. Abre la puerta y me espera con un vestido violeta hermoso, un peinado casual unos zapatitos con correa y una sonrisa que me pone los ojos de borrego. Me abraza con efusividad, con ganas, con ganas, con nostalgia, con ganas, con amor.

Me mira y me dice que ha preparado una cena, que me lo merecía por esperar que volviera una semana luego de su trabajo. Subo junto con ella las escaleras, su perro me ladra como siempre, ya está viejo también, en la sala un ambiente sabroso se extiende por el aire, al parecer algún plato con carne ahumada, o es que se le ha quemado algo. Yo tengo el corazón hecho un anticucho.

***

Luego de la actuación todos aplaudieron, Sandra actuó de mamá. Hasta nosotros nos expusimos de que nos vieran parados en la azotea y aplaudimos.

 - Tengo que decírselo compadre, no me aguanto.
 - Oye, ya estás picado, deja de tomar y no hagas tonterías.
 - Pásame tu celular, un rato nada más.
 - Pero no hagas ninguna estupideces.

 - ¿Aló? ¿Sandra?
 - ¡Manolo! Deja de llamar así, casi me descubre Cáceres. ¿Qué tal salio la obra?
 - ¿Bellísima, estuviste bellísima?
 - No, yo no, la obra pues.
 - También, pero más estabas tú.
 - ¿Qué tienes, estas tomando?
 - Sí, es que...
 - ¿Por eso no vienes a clases? ¿Para tomar? ¿Qués está pasando contigo?
 - Es que tú me gustas, me gustas mucho hace mucho tiempo me has gustado y ya no puedo ocultártelos más.
 - ...
 - ¿Sandra?
 - Tengo que colgar.

***

- Ya la cagaste, compadre, la cagaste
- Salud, nada más. Espera a que salga y le pides disculpas.
- ¿Aló? ¿Miriam? ¿Me puedes pasar con Sandra? ¿No quiere?

***

- ¿Hace cuánto tiempo no nos vemos Manolo?
- Hace años, desde el colegio. En realidad desde que me fui. Ya ni sé por qué me fui.

Ella coge las servilleta y limpia un poco la copa, sirve el vino y ambos brindamos por la salud. Por qué todos estos años no los he podido pasar a su lado, si yo me moría por ella. Nunca le pedí perdón por ser tan estúpido en el ultimo año de colegio. Yo la quería, ella no, o por lo menos me dejó de querer. La velada transcurrió tranquila, ningún tema incorrecto se tocó. Ojala siempre hubiese sido así, que nada se hubiese tocado.

***

ESCENA 10: EXT. PÓRTICO CASA DE PANCHO

MANUEL ESTÁ HABLANDO CON SANDRA. AFUERA, ALUMNOS DEL COLEGIO SALEN A SUS CASA Y CAMINAN EN GRUPOS HACIENDO BULLA.

MANUEL:
Hola, Sandra. ¿Cómo estás?

SANDRA:
Bien... ¿Qué te paso hoy? ¿Por qué estabas comportándote de esa forma? Cáceres casi me decomisa el celular.

MANUEL:
Perdón, pero todo lo que te dije es cierto...

SANDRA:
¿Qué me dijiste? No recuerdo mucho, había bulla en todo el patio,

MANUEL:
Que... que tú me gustas.

SANDRA:
¡Ah!... Bueno, y por qué.

MANUEL MIRA SUS MANOS Y SANDRA SE MUERDE UN POCO LOS LABIOS, ENSAYA UN RICTUS DE TRANQUILIDAD. UN PERRO PASA POR SUS COSTADO Y SUBE LAS ESCALERAS DE PANCHO.

MANUEL:
No lo sé, hace poco que siento esto.

SANDRA:
No sé que decir...

MANUEL MIRA HACIA LA PUERTA, EL RUIDO DE LOS ESTUDIANTES SE VA APAGANDO, TIENE ALIENTO A ALCOHOL.

MANUEL:
¿Quiéres estar conmigo?

SANDRA:
¿¡Qué!?

MANUEL:
Tú me gustas mucho...

SANDRA:
No me pareces feo, pero por ahora quiero estar sola.

MANUEL (OFF):
Ahora yo también.

***

Sandra salió al balcón con dos copas más de vino. Hace mucho que nos estamos perdiendo entre recuerdos. Miramos ambos al horizonte desde una de sus ventanas que por no sé qué tiene una mancha pintada de amarillo.

- Esa mancha la hice pintando la pared, me pareció interesante que las motas se pasaran del cemento al vidrio.
- Es una bonita combinación.
- Sí, es bonita.

La luna se eleve por encima del cine, todo es perfecto, no reconocería a nadie si estuviese parado al frente observando todos los días hacia la ventana.

- Sandra, ¿cuál es el mejor momento para confesar algo del pasado?
- No lo sé. Si me lo preguntas a mí no me gustaría volver sobre el pasado.
- Bueno, que todo siga así.

Me abrazó de la cintura. Yo de los hombros. Recostó su cabeza en mi costado. La cámara hace un plano medio de nuestros cuerpos en contraluz con la luna y todo quedará en el recuerdo.
©Carlo Reátegui

Voy al baño por segunda vez. Al parecer algo me ha caído mal. Cojo nuevamente el cuchillo y sigo cortando en pedazos los restos de Elizabeth. ¿Hace cuanto tiempo que dejé de amarla? Parece que hace poco, todavía siento pena de haber terminado de esta manera, creo que ahora nadie puede comprender cuánto la extraño.

Su cara esta ahora mucho más delgada. Casi no tiene belleza, el frío la está deshidratando y cada vez que hago un agujero para que la sangre salga de su cuerpo es más difícil hacerla correr por lo coagulos que no cesan de caer como jabón líquido o materia de alcantarilla.

¿Hace cuánto tiempo dejé de amarla?

Una día la vi hablando con el jardinero, él llevaba un oberol de jean azul y los brazos al aire. Era muy joven para ser jardinero. Ella siempre lo miraba cortar el césped y cuando llegaba del trabajo él se iba a su casa. Casi siempre coordinábamos. Luego del tercer día no volvió. Su cuerpo lo tengo congelado en la bóveda del costado. 

Ella lo extrañó y comenzó a beber. Cada día yo la veía más destruida y solitaria. No le importaba mi presencia.Había trabajado tanto para ella y no recibía el mínimo esplendor de afecto. Creo que en ese momento empecé de dejar de amarla. Lo demás vino por añadidura.

Utilicé un somnífero en el vino para dormirla. La colgué de una viga del sótano, se sostenía solo por las muñecas, despertó por el dolor. Frente a ella había colocado al jardinero. Creo que en ese momento ya no la amaba. Y empecé a rebanarlo con la navaja que ella usaba para cortar su cocaína. No sé qué le dolió más. 

Luego, cuando ya estaba por desmayar por el dolor de las muñecas, el asco del cerdo destrozado frente a ella empezó a vomitar. Su muerte fue lenta, ella tenía un trapo en la boca. Ya se imaginarán.

Ahora me pregunto, hasta qué punto pude ser engañado. Siento pena de mí mismo. Sin querer, les hice un favor. Se divertirán ahora que ya no estoy en el más allá para vigilarlos.
Fotografía: Carlo Reátegui
a LCA

Estabas sentada viendo como una de tus pasiones era emulada en pantalla semi-gigante. Luego te enteraste que estábamos usando tus ideas para aprender. La tercera vez pasaste sonriente y saludando; la cuarta fue parecida, pero de noche y por lugares ajenos que apenas recorremos diariamente. La última estabas, pero no estabas.

Ahora te leo.
Fotografía: Carlo Reátegui

Luego del tercer cigarro empecé a impacientarme. Había pasado media hora y Solange no se aparecía por ningún lado. Pedí nuevamente un café y el mozo me alcanzó la taza con un capuccino espumante. Las formas indefinidas que me había dibujado en la taza me distrajeron por alrededor de 5 minutos y el cigarro que tenía en el cenicero se había consumido totalmente.

Estos días de agosto hace más frío que nunca, con la cámara a un lado esperaba al informante que lograría que Ernesto Mandriotti vaya a la cárcel y que, además, alguno de sus testaferros lo acompañasen. Pero ella no llegaba y el mozo empezó a ver con desconfianza el quinto café de la tarde. Con la mano temblorosa por la cafeína tomé un lapicero y empecé a escribir una nota. Se la di al camarero por si Solange llegaba. Después de todo la había esperado tanto como para decir que sí estuve aquí.

En la calle todo parecía tranquilo y las cosas fluían como cualquier invierno. Bufandas y gabardinas de un lado, guantes del otro, casi todos se frotaban las manos de vez en cuando y los bostezos abundaban entre los transeúntes. En un parque un grupo de muchachos jugaba con sus mascotas como si se tratara de un circo, las obligaban a saltar entre aros y se reían sin parar. Me senté en una banca medio mojada, refunfuñé y me envolví en los brazos en busca de calor. 

Metros más allá una joven parecida a Solange se sentó en el grass y comenzó a agitarse como si llorara o le faltase el aire. No me conmovió. Seguí dándole caladas al cigarro y de pronto la lluvia que se veía venir cayó sobre la gente. Poco a poco todos se fueron retirando hacia su casa. Me quedé yo con un gran saco y la mujer en el grass que llevaba solo un polo encima. Se iba mojando. 

La tarde que conocí a Solange fue casi igual, ella llamó y me dijo que andaba deambulando por los parques que estaban cerca de mi casa, buscando consuelo de un mal amor que la había dañado. Sebastián Mandriotti se llamaba. Yo apenas le había hablado una vez, no era muy simpática pero a una edad temprana uno más que gustarle alguien, lo ilusiona. Cuando llegué aún no había empezado a llover pero habían unas cuantas gotas  en la tierra, le resté importancia, pero al ver sus manos vía que se estaba cortando poco a poco las venas con una hoja de afeitar, como si jugara, como si la vida no valiera. Problemas familiares, me dijo, que los psicólogos y psiquiatras no la entendían. Yo desesperado le cogía le mano mientras con la otra rompía la navaja para que ya se hiciera daño. La abrigué y juntos conversamos horas sobre la vida y el futuro. Ese día me ilusioné para luego morirme de amor.

Ella se casó a los meses de conocerla. Inexplicablemente con el mismo chico que la había hecho sufrir esa tarde. Yo dije que había que seguir nada más. Cuatro años después, entre mis primeros trabajos, descubrí que ella se había vuelto adicta. Cambió las hojas de afeitar por las jeringas. Eso la alivia, me decían sus  hermanos cada vez que la iba a visitar al hospital. En el fondo casi siempre era lo mismo, sentía que tenía que cuidarla. Me engañaba pensando en eso hasta que llegaba el marido y se la llevaba a una clínica particular lejos de los escándalos que a cada tanto se suscitaban en las empresas que dirigían.


Cuando me acerqué a la joven todos esos recuerdos e juntaron, junto con impotencia. Le di unas palmadas en la espalda, ella volteó asustada. Le dije que se calmara, que no gritara, pero ella forcejeó tanto que la navaja que llevaba en el gran saco le cortó la cara, yo no quise, pero ella empezó a desangrarse. Gritaba pero la lluvia se encargaba de callar sus lamentos. Tranquila, le dije, ya se acabó,.Ya se acabó.




Imagen por Belezeta

Los jueves de estreno se nos había hecho costumbre ir al cine para probar qué había de nuevo en la cartelera. Nos volvimos cinéfilos y cada vez que podíamos nos escapábamos un fin de semana a un almacén de piratería a consumir todo lo que la industria no nos podía conceder a un precio razonable. Dormíamos películas, soñábamos películas, respirábamos películas, consumíamos películas, veíamos películas. De todo esto aprendí a valorar la compañía de la persona que amas y deseas que se mantenga a tu lado el resto de tu vida para que, cuando viejo, te acompañe y te proteja.

Las primeras señales aparecieron luego de ver una película animada. Los colores y las texturas no nos dejaron satisfechos, sosteníamos que no tenía importancia discutir sobre el tema técnico, pero me había raído tanto con la proyección que salvaba todos los defectos por el resultado de un producto ameno. Ella no. Ella, terca y cerrada en sus palabras, sostenía que la falta de aspectos técnicos le restaban todo a la cinta. “No puedes tener intención de algo y luego echarte atrás porque no lo pudiste pulir.” – esas eran normalmente sus palabras -. A partir de esa discusión tonta no pude comer ese día y dormí en el sofá, solamente porque empezamos a agrandar al situación y terminé cantando a viva voz que su película favorita – Una del cineasta Rodrigo Díaz -, no me gustaba en absoluto y me parecía una pérdida de dinero producirla y filmarla.

La segunda señal fue encontrar luego de muchos años, y aún parada en la puerta de su casa frente al cine, a Solei. La encontramos de casualidad un día que salíamos de una película que nos dejó encantados a ambos (La opera prima de un primo de ella que acababa de ganar el Festival de Lima), nos invitó a su casa, y ante la negativa – más de ella que mí -, nos ofreció una gran sonrisa que nos invitaba sin compromiso a sentarnos por un momento junto a ella. Al parecer ella acababa de bañarse, sacudía por ratos su cabello y se lo peinaba poco a poco, como si tuviera toda la tarde para realizarlo. Nos preguntó por la película y por las demás que habíamos visto antes. Nos confesó que alguna vez tuvo la idea de invitarnos, pero nos vio tan inmersos en un debate cinematográfico que no quiso acercarse a saludar. Tomábamos sorbos del vaso de agua que cada uno pidió. Solei jugaba con el perro que hace 4 años tiene de mascota y nos iba hablando del proyecto radial que había empezado meses atrás.

En ese momento se nos ocurrió cocinar para liberar las asperezas y porque, al fin y al cabo, una parrilla de chuletas de vez en cuando es agradable para una conversación entre amigos. Ella a veces me miraba de reojo pero no decía nada porque no estaba en su casa. Poco a poco le fue perdiendo el miedo a Solei y empezaron a tutearse y tratarse como mejores amigas del colegio. Destapamos un vino y me botaron de la cocina porque prepararían un postre para la ocasión. Me acerqué al balcón que daba hacia una calle de las más transitadas de la ciudad, pero que tenía una vista privilegiada de la puerta del cine. Cogí mi copa y me pregunté: ¿Por qué es que a mí no me fue difícil entablar amistad con ella? Y recordé, en seguida, los encuentros previos con Solei como compañeros de facultad.

*** 

La primera sonrisa que me lanzó mientras comíamos fue cuando me contaba cómo se les habían caído las papas al estar pelándolas porque estaban calientes. La miré a los ojos medio estúpido no sé si por el vino o por su mirada. Nadie,ni yo, se dio cuenta de mi cara porque solo estábamos los tres y ella estaba detrás de mí. Solei y ella se dispusieron a lavar los platos y yo volví al balcón con mis preguntas existenciales. Miré hacia una esquina y recordé como el primer día de clases toda la promoción se puso de acuerdo para ir a un restaurante de comida china a integrarnos como horario. Bailamos y tomamos toda la noche, pero nadie acabó mal. No peleamos y nos conocimos un poco a fondo todos los que estábamos involucrados en el tema. Como es de esperarse en grupos grandes, la mesa se partió entre los que se conocían, los que hacían amigos y Solei y yo que empezamos a hablar de los horarios de curso o de las materias que tenía que llevar. Desde ese momento me fascinó pero yo ya estaba de enamorado de ella y no podía terminar así por así con ella. Pero lo cierto que es que me reprimí. De vez en cuando quise “presentarme” como el buen partido, pero dije que los puedo maltratar porque en la guerra y en el amor todo se vale.

Ella al final se cambió de universidad y desde entonces dejé de verla. Tiene una cara linda, simpática, guapa y que, además, es inteligente y no profesaba de saber mucho sino que se dejaba enseñar para luego hacer. Empezó a trabajar y le perdí el rastro. De vez en cuando la veía y siempre tenía el mismo sentimiento de que algo pudo ser, pero no fue. No me remordía la conciencia, pero las posibilidades son correctas.

***

- Cuando ella lavaba los platos, Solei se acercó a la ventana a preguntarme qué le había faltado al plato.
- Nada – le dije  contento por la invitación -.
- Qué bueno, me agrada que te haya gustado.
- Oye, Solei – comencé a hablar dubitativo y mirándola a los ojos -, ¿Cuál es el momento indicado para confesar algunas cosas?
¿Algo con la ley?
-     - No, no. Algo más de palabra, tengo que hacer unos negocios con unos amigos.
-     - Yo no sé cuando se confiesan las cosas, depende de cuanta gente salga afectada…
-    - Pero si es el mundo de dos personas – traté de convencerla otra vez, mirándola a los ojos – ¿sería correcto explicarle a los implicados de una decisión?
-     - Me miró a los ojos y dijo: No lo sé, pero por ahora no quiero saberlo.
-     - ¿Ni siquiera aunque te cambie la vida
      - Por ahora no lo quiero saber.

Y llegó ella para volvernos los pies en la tierra y abrazarme mientras Solei esquiva la mirada y piensa en lo que no es. Pero podría ser.
La veo y siento que puedo sonreír nuevamente como lo hacía antes, sin rencor y con el más prístino sentimiento de dulce compañía.

Le susurro alguna vez en el odio frases secas, sin sentimiento ni razón.

La pierdo entre mil amores sin vacíos.

Lejos, ya casi nada puede ser como antes.

Vuelves como reminiscencias. Sabes de lo que hablo