Fotografía: Carlo Reátegui

Luego del tercer cigarro empecé a impacientarme. Había pasado media hora y Solange no se aparecía por ningún lado. Pedí nuevamente un café y el mozo me alcanzó la taza con un capuccino espumante. Las formas indefinidas que me había dibujado en la taza me distrajeron por alrededor de 5 minutos y el cigarro que tenía en el cenicero se había consumido totalmente.

Estos días de agosto hace más frío que nunca, con la cámara a un lado esperaba al informante que lograría que Ernesto Mandriotti vaya a la cárcel y que, además, alguno de sus testaferros lo acompañasen. Pero ella no llegaba y el mozo empezó a ver con desconfianza el quinto café de la tarde. Con la mano temblorosa por la cafeína tomé un lapicero y empecé a escribir una nota. Se la di al camarero por si Solange llegaba. Después de todo la había esperado tanto como para decir que sí estuve aquí.

En la calle todo parecía tranquilo y las cosas fluían como cualquier invierno. Bufandas y gabardinas de un lado, guantes del otro, casi todos se frotaban las manos de vez en cuando y los bostezos abundaban entre los transeúntes. En un parque un grupo de muchachos jugaba con sus mascotas como si se tratara de un circo, las obligaban a saltar entre aros y se reían sin parar. Me senté en una banca medio mojada, refunfuñé y me envolví en los brazos en busca de calor. 

Metros más allá una joven parecida a Solange se sentó en el grass y comenzó a agitarse como si llorara o le faltase el aire. No me conmovió. Seguí dándole caladas al cigarro y de pronto la lluvia que se veía venir cayó sobre la gente. Poco a poco todos se fueron retirando hacia su casa. Me quedé yo con un gran saco y la mujer en el grass que llevaba solo un polo encima. Se iba mojando. 

La tarde que conocí a Solange fue casi igual, ella llamó y me dijo que andaba deambulando por los parques que estaban cerca de mi casa, buscando consuelo de un mal amor que la había dañado. Sebastián Mandriotti se llamaba. Yo apenas le había hablado una vez, no era muy simpática pero a una edad temprana uno más que gustarle alguien, lo ilusiona. Cuando llegué aún no había empezado a llover pero habían unas cuantas gotas  en la tierra, le resté importancia, pero al ver sus manos vía que se estaba cortando poco a poco las venas con una hoja de afeitar, como si jugara, como si la vida no valiera. Problemas familiares, me dijo, que los psicólogos y psiquiatras no la entendían. Yo desesperado le cogía le mano mientras con la otra rompía la navaja para que ya se hiciera daño. La abrigué y juntos conversamos horas sobre la vida y el futuro. Ese día me ilusioné para luego morirme de amor.

Ella se casó a los meses de conocerla. Inexplicablemente con el mismo chico que la había hecho sufrir esa tarde. Yo dije que había que seguir nada más. Cuatro años después, entre mis primeros trabajos, descubrí que ella se había vuelto adicta. Cambió las hojas de afeitar por las jeringas. Eso la alivia, me decían sus  hermanos cada vez que la iba a visitar al hospital. En el fondo casi siempre era lo mismo, sentía que tenía que cuidarla. Me engañaba pensando en eso hasta que llegaba el marido y se la llevaba a una clínica particular lejos de los escándalos que a cada tanto se suscitaban en las empresas que dirigían.


Cuando me acerqué a la joven todos esos recuerdos e juntaron, junto con impotencia. Le di unas palmadas en la espalda, ella volteó asustada. Le dije que se calmara, que no gritara, pero ella forcejeó tanto que la navaja que llevaba en el gran saco le cortó la cara, yo no quise, pero ella empezó a desangrarse. Gritaba pero la lluvia se encargaba de callar sus lamentos. Tranquila, le dije, ya se acabó,.Ya se acabó.