Imagen by Deiviss

Martín despertó asustado y sudoroso a medianoche con la certeza de que las constantes pesadillas tenian un mensaje oculto. Soñar a su abuelo sentado en la mecedora le producía, más que miedo, vergüenza. Y es que los últimos años que pasó con él se tuvo que sacrificar mucho para poder llegar a conseguir que su abuelo lo apoyara en todo lo que exigía convertirse en un médico de profesión, el próximo único médico de la ciudad.

Don Anselmo le prometió enviarlo a estudiar la carrera que más ventajas económicas le traerían en el pueblo. No estudies para ser minero como yo, le decía constantemente, tampoco quiero que seas un don-nadie como el perro de tu padre que se largó dejando a mi pobre hija embarazada. Desde que eras niño vi como cuidabas a los animales y luego como cuidaste a tu madre cuando cayó enfema, yo creo que puedes estudiar medicina, tengo familiares en la capital que te pueden alojar y yo te pago los estudios, quiero que San Francisco esté orgulloso de ti como lo estoy yo.

Martín asentía cada vez que su abuelo tocaba el tema e incluso se sentía capaz de seguir la carrera que este le aconsejaba, sin embargo temía salir de San Francisco y vivir solo. Desde la muerte de su madre había tenido que buscar y ganarse los frijoles. Su abuelo le daba alojamiento y comida, pero él siempre quiso más. A los 15 años trató de dejar de depender de su abuelo porque toda la gente en el pueblo le decía que era un inútil nacido en cuna de oro. El pasado forjado por Don Anselmo le pesaba tanto que temía no poder responder a las expectativas de los demás y dejar la carrera a medias.

Desde un principio no defraudó a nadie, incluso mientras pasaban los semestres se hizo conocido en su facultad por sus altas notas. De San Francisco le llegaban cartas del abuelo y de cómo estaba el pueblo en su ausencia. Siempre encontraba el dinero suficiente para sobrevivir por un buen tiempo hasta que llegaba la siguiente carta. Era casi mágico porque la carta siempre llegaba cuando le quedaban pocos centavos para sobrevivir. Su nueva vida había tomado muchos giros inesperados, tenía nuevos amigos y nuevos intereses, se apasionó más por la medicina y los constantes miedos se diluyeron en el agua de las oportunidades que le brindaba su nueva ciudad de residencia.

Dos años después de llegar a la capital, Martín empezó a tener las pesadillas referidas a su abuelo. Siempre era igual, él jugaba en la huerta, trepado en los arboles de guinda y cogiendo uno a uno sus frutos para luego comerlos en el lonche de las seis. De un momento a otro escucha que lo llaman desde la sala, salta y corre como alma que lleva el diablo hasta que puerta desde donde ve a su abuelo meciendose y llamándolo, estirando la mano derecha como si fuese a caer de un momento a otro, entonces el se desespera y va corriendo y el camino se hace interminable y su abuelo se mece cada vez más lentamente y su brazo va cayéndo hasta reposar sin vida y sus ojos se van cerrando como si quedara porfundamente dormido. De golpe abre los ojos y la tía Josefina está a su lado con los ojos llorosos sacudiéndolo. Secándose las lagrimas, lo recuesta y le dice en voz baja: "Martincito, tienes que volver a San Francisco, tu abuelo se está muriendo"
Imagen by liquid mirror

Vestidos del mismo color de su piel, los encargados de la funeraria transportaban a don Anselmo hacia el cementerio de la ciudad. La lluvia no era impedimento para las exequias de tan magnifico hombre, todos asistieron a su sepelio y poco les importó las lágrimas del cielo mientras seguían al féretro, mas bien creían que se trataba de un homenaje del propio Dios hacia su tan digno hijo.

San Francisco de los Inocentes era un pueblo demasiado pequeño, pero demasiado rico a la vez. Era tanta su riqueza que no sabían como escoger al alcalde ni mucho menos, cómo utilizar las riquezas que obtenían del Estado por medio del canon minero. Habían sido tantas las gestiones municipales que nunca se logró mejorar el pueblo y solo se acumulaba y acumulaba riqueza. Las calles se llenaban de polvo y de tristeza, aun cuando sus habitantes ostentaban lujos y ornamentos. En resumidas cuentas, nunca hubo un caudillo, un líder, un hombre hecho y derecho que pudiera llevar al pueblo a lo mas alto.

Don Anselmo Salvatierra llegó a trabajar a la minera Orogani cuando tenía 17 años y desde esa edad le tuvo afecto a la ciudad de los Inocentes. Aunque nunca podían bajar porque el trabajo era muy exigente, Anselmo se quedaba en las faldas de un cerro colindante a la mina, observando como poco a poco las luces se iban apagando y solo quedaba la plaza iluminada y desierta.

La primera vez que pudo bajar al pueblo fue en fiestas patrias, cuando toda la ciudad se empeñó a arreglar las calles y colgar banderas y cadenetas blanquirrojas. La minera estaba en inspección y los trabajadores tenían permiso de abandonar el campamento dentro de las treinta horas de revisión de las instalaciones y maquinarias. Su alegría fue tanta que se quedo sentado en la plaza luego de la cena hasta que se quedó desierta y solitaria como solía verla desde el cerro.

Esa noche decidió dejar la minera. No fue fácil, su contrato le obligaba a trabajar hasta el mes de septiembre, si no se le descontaría el veinticinco por ciento del sueldo total, lujo que cuando entro a trabajar no podía darse, pero sus sueños fueron más y bajo de la mina para quedarse en el pueblo.

Durante dos años trabajo de tendero, de albañil, de vendedor de agua potable - ya que el pueblo no tenía conexión directa - o simplemente haciendo los recados de cualquier persona. Poco a poco se hizo conocido como el chico que dejó la minera. Nadie se puso a pensar que cada paso que daba en la vida ya estaba escrito en la historia de la futura ciudad.

Es de noche en casa y todos duermen. Solo se escucha la respiración de todos los que duermen y en uno de los cuartos el televisor todavía esta prendido. Olor a comida que viene de la mesa, debe ser carne de la cena que el niño no quiso comer, trepo y me encuentro con un filete en perfecto estado.

¿Por qué no habrá querido comer el niño?

En la tarde sus padres discutieron mientras yo ronroneaba por los sillones, él veía caricaturas y rozaba mi cuerpo contra los muebles buscando quitarme la picazón que en toda esa tarde me atormentó. La madre grita y el niño voltea, el padre grita también y ahora yo los miro fijamente a ambos, se gritan y el niño se asusta, yo erizo la cola y retrocedo hacia la puerta como para emprender una retirada fugaz, por si las cosas se ponen color de hormiga.

El padre se va, la madre llora y el niño llora con ella, se seca sus lágrimas con la blusa y va a la cocina, vuelve con dos platos de filete de res, bien cocidos, yo empiezo a oler magnificos aromas, pero de pronto la madre me bota al patio para que deje comer al niño, dice que hago mucha bulla. No importa, pude esperar a que apaguen todas las luces para colarme por la mampara de la sala y correr al comedor sin que nadie me vea. Aunque en el cuarto de la madre todavía se escuchan las voces del televisor, nadie me quitará lo que estoy comiendo.
Imagen by Aránzazu hg

Simón tenia 5 años cuando vio un beso. Era la fiesta de la tía Gladys, todos los invitados eran mayores. Sus papás estaban bailando mientras él jugaba con Michigan en la azotea y se tiraba boca arriba a tratar de contar las estrellas. Él era en ese momento el más joven de los Rodríguez-Silva y no suponía lo que más tarde le iba a tocar vivir.

Samuel y Josefa subieron a la azotea como si no hubiese nadie, se arrinconaron en la parte más oscura y empezaron a besarse como dos adolescentes normales. Simón, escondido entre viejas cajas de lavadoras y refrigeradoras tenía una vista magnífica de la arremetida de ambos. Sus ojos brillaban de ternura y embelesamiento, de lujuria pueril y de sentimientos de vergüenza. En un momento sus pupilas se quedaron mirando fijamente los labios de Josefa, su prima y se quedó con la boca abierta, añorándolos y alucinando con ellos.

De pronto Michigan salio corriendo porque Simón le piso la cola, ambos adolescentes voltearon, las miradas acusantes que le lanzaron le rompieron las pupilas y de puro macho se escondió. Samuel se irritó y dejo sola a Josefa con su primo. Ella agarró diez soles y le dijo: No le digas nada a mi mamá y tendrás muchos más de estos.
imagen by vicisanti

Ella salta la reja y mira fijamente al gato de Simón que corre en ese momento tras una bola que calló del balcón de donde porvienen los jadeos que la desesperan. Camina sigilosa por entre el pasto mientras el gato se pierde en la oscuridad de la noche y de los cabellos de Sofía que se mecen en vaivenes de la mecedora mientras su hijo jadea en la bañera del cuarto de invitados. De pronto Sofía despierta y se encuentra con Sandra en la sala.

- Si no eres tú, ¿con quién está Simón?
- No sé señora, no lo sé.

Se escuchan los jadeos y a Michigan, el gato, pasar por encima de ellos.

Ellas bajaban las faldas del cerro a toda velocidad que solo podían oír el ruido de las rocas cayendo. Sus zapatos, antes negros, se estrellaban contra el suelo, levantando polvo, pateando piedras y uno que otra vez patinando encima de piedrecillas. Los tunales no les impedían bajar; mas bien, les delimitaban el camino entre el cerro y la quebrada. Todas a un ritmo bajaban como si estuvieran el los tiempos el "Inga". Detrás de ellas se escuchaban chillidos ensordecedores como de cientos de aves que volaban contra ellas. Yo las miraba de mi azotea, como si se tratara de un espectáculo, como si el cerro dorado fuese un recinto de esparcimiento para colegias que simplemente subieron para ver mejor la ciudad y desafiaron al dueño de casa, del cerro. Desafiaron al Águila y alguien tenia que pagar las consecuencias.

Cuando empecé a escuchar sus gritos más claramente, me alejé del techo, baje al depósito y esperé al animal con la escopeta en las manos.