Foto by Belezeta

El cielo en la mañana amaneció tan escandaloso que a los pocos segundo de iniciada la lluvia ya las calles se habían convertido en ríos como es común por aquí en los días cercanos a Navidad. Del otro lado, en el norte del emisferio, Morgana tomaba unas lindas tardes de sol en alguna playa caribeña de la costa Colombiana. 

Cuando escuché que se iba de viaje de placer al norte pensé en Huanchaco o Máncora, pero cuando llegaron las primeras postales de su viaje supe que, seguramente, no iba a saber de ella en mucho tiempo. Así que dejé Lima y cogí una vieja cámara de película y me largué a peregrinar con un par de compañeros por el largo sendero del Señor de Quoylloriti.

Llegado agosto, regresé a Lima con la sensación de que Morgana algún día aparezca repentinamente por el barrio y preguntase por Cecilia o por mí. Tal vez alguna tarde podríamos reunirnos juntos y charlas de cómo le fue allá y qué tanto hizo con su vida privada. Pero cuanto más la esperaba menores eran las probabilidades de verla.

Hacia noviembre escuché que había decidido trabajar en un crucero que recorrería 3 semanas las costas de tres islas del Caribe. Perdí las esperanzas.

Cuando empezó a amainar la lluvia aquél día lluvioso de Navidad, una llamada me despertó del sueño de media tarde.

- Aló, Felipe - preguntaba una voz desde alguna parte del mundo -. Habla Morgana, estoy en la ciudad.

- ¿Morgana?

- No te hagas, sé que me odias y no quieres verme

- Disculpa, es que no había reconocido tu voz.

- Esto en el Café Delirios - explicó-. Si quieres pasas por mí, es que olvidé el paraguas y esta lluvia me llevará a casa flotando.

- No te preocupes, salgo en seguida.

Cogí una vez más la botella de vodka, la alcé sobre mi cabeza y terminé de beber las ultimas gotas de bebida. Cuando me encontraron a la mañana siguiente, muerto, sostenía en la mano la foto descuidada de Morgana. 

- Ahora estarán juntitos, ¿no?

- Sí, vecina, si ellos se querían tanto, él seguro se murió de pena.
Fotografía por Belezeta

La primera vez que vi a Marcela fue cuando me abrió la puerta de su casa. Su marido era uno de los empleados más sobresalientes de una de las compañías a las que prestábamos servicios de seguridad y monitoreo. Llevaba un vestido largo azul moteado, de ama de casa, los ojos rojos y llorosos, ojeras y patas de gallo. Aunque todo su rostro transmitía nerviosismo estaba, nunca descuidaba su aseo personal. El cabello corto bien peinado y con dos ganchos a los lados que sostenían el cerquillo que sobresalía en la frente, las manos y la cara blanca por el uso de algún jabón de tocador de esos que tienen leche y avena. 

Su caso era tremendamente delicado, por lo que primero quiso atenderme en la puerta, le pregunté si podía pasar y me dijo que prefería que llegue primero su esposo, que la comprenda, pero que sí me podía ofrecer una taza de infusión o de algún café. No me negué y le pedí un café con leche mientras esperábamos a su marido.

Cuando cerró la puerta para ir a servirme la bebida me quedé contemplando la quinta en la que vivía junto a su recién formada familia. Una casa de mediados de siglo que conservaba un gran patio en la parte trasera donde algunos vecinos optaban por guardar sus carros según me había comentado la casera antes de tocar la puerta de Marcela. En un rincón unos grandes camiones de carga descansaban llenos de polvo, un cuarto de vigilante donde un ceboso residente colgaba su ropa en un tendedero que, al parecer, se había improvisado recientemente. Unos niños jugaban tranquilos con unos cachorros a los que pareciese que recién se les abrían los ojos. El cielo azul poco a poco más oscuro y un pequeño ventarrón de agosto que se avecinaba poco a poco por ese lado de la ciudad, a lo lejos el sonido de un avión que se prepara para despegar y las luces de los faros de las calles ya empiezan a parpardear.

De la portón de la quinta llega un rechinido acompañado por el rugir de un automóvil que se estaciona lentamente cerca del lugar donde los niños todavía juegan con los perros. De él desciende un hombre de mediana estatura, cabello negro crespo y con lentes redondos que se le caen un poco de la nariz, lleva un cartapacio negro entre su tórax y el antebrazo, cierra la puerta del auto con llave y mira hacia la puerta de su casa. Me saluda con una reverencia y yo le devuelvo el gesto con la mano. Camina lentamente hacia una de las niñas que juega en el grupo, ella lo ve y se le trepa alegre, ambos caminan rápidamente hasta su casa y suben las escaleras. Al verme en la puerta la niña se asusta de mi traje y su padre me estrecha la mano fuertemente.

- Vienes de parte de Gastón - me pregunta-.
- Sí - le respondo -. Acabo de hablar con Marcela, pero dijo que no me contaba nada hasta que llegaras.
- Pasa.

Abrió la puerta y dentro escuchamos un llanto muy cargado de sufrimiento. Marco dejó a la niña en la sala con el televisor prendido y corrió hacia la cocina. Me senté a un costado en uno de los sofás mientras miraba a un muñeco de peluche morado cantarle canciones a los niños en un canal de cable. 

Al rato Marco y Marcela salieron tranquilos, me entregaron el café con leche y ella me dijo que espere hasta que la niña se haya acostado para empezar con las preguntas.

- Esta bien - le dije -. No hay apuro por el momento.