Cuando Catalina abrió el portón no encontró a nadie leyendo en el patio delantero. Detrás de ella Noelia cerró la puerta y se quedó parada a su lado, también sorprendida.

- ¡Abuelito, levántate ya!

Nadie respondió desde al sala y sintió que la saliva le escurría por dentro de la garganta. El vacío se estaba formando.

- ¿Abuelito?

Ambas entraron rápidamente a su cuarto y lo encontraron durmiendo. Catalina como siempre cogió su mano y esta dócilmente se dejó atrapar. No había movimiento. No había calor.

- Noelia - tembló al hablar-, creo que el abuelito se ha muerto.

Noelia no creyó. Toco sus pies y la palidez se le contagió en el instante. Corrieron. Esas noticias tienen que llegar rápido a los oídos de la gente.

Dos jóvenes corrían por la plaza del barrio de Calvario hacia Mollecruz. Y en el suelo y en el aire lagrimas y llantos se iban camuflando.
Imagen By dmaurot

El dolor lo sorprendía cada madrugada en la tarima de madera chusca que le regaló su madre cuando se fue de la casa. El colchón apenas soportaba los revuelcos de sufrimiento y cada noche él sentía que uno de los resortes se liberaba y le destrozaba la parte inferior de la columna, los cálculos lo estaban matando.

Para colmo su trabajo era el menos indicado para la enfermedad. Dedicó años a la albañilería y el oficio de latero en los techados del pueblo. El pueblo creció y había más trabajo. El trabajo aumentó y el cuerpo ya no podía aguantar este tipo de sacrificios. Cada sábado una nueva familia terminaba de construir el primero, segundo o tercer piso y él estaba ahí para cumplir con la labor. Pero la enfermedad pudo más y tuvo que descansar una buena temporada.

Cuando estás bien, todo va bien –decía– y nadie trata de hacerte daño. Cuando estás mal, todo se viene abajo. Ya nadie lo llamaba para el trabajo, los techados se acrecentaban, la economía del país crecía y permitía a sus paisanos construir y construir más casas, techarlas, colgar la cruz, romper el espumante, aventar caramelos y cuetecillos al mismo tiempo de manera que los que recogen los dulces tienen que esquivar los pequeños proyectiles. Todos celebraban mientras que en la tarima de madera chusca un viejo albañil sentía que el cuerpo se le quebrara de tanto sufrimiento.

Un día, harto de tanta inactividad, decidió no morirse de esa manera.

Avanzó incrédulo hasta el patio trasero de la casa. Ese descampado abrigaba tanto polvo y maleza que solo verlo le transmitió un pesimismo bárbaro. Cruzó por el camino que se abría entre la mala hierba, abrió la puerta de la letrina y orinó sangre que más que asustarlo le hizo caer en la cuenta de que de todas formas se iba a morir.

Desenredó una vieja manguera y fue a casa de una vecina a conectarla en el grifo. Ató el otro extremo a una vieja tina de baño y la llenó. Separó agua en otros dos recipientes, silbó para que la vecina cierre el grifo y se sumergió en el agua para sentir el frío del clima, para darse ánimos de sobrellevar la agonía. Se enjuagó con agua de los otros recipientes, se afeitó y fue al paradero del Puente Nuevo para esperar que algún compañero le ayudase a conseguir cachuelos para la medicina, compadre, cada día están más caras y, ¿sabe qué?, ya estoy en las últimas, un poquito de dignidad antes de morir no me caería tan mal. ¿A mis años quién no quiere morir como gente?

Los demás le tenían lástima. El loco Agripino se está muriendo –comentaban– hay que darle una manito para que no siga sufriendo. Poco a poco le iban llegando trabajos simples que él desarrollaba con mucho empeño. Una vieja taza de metal albergaba las monedas que ingenieros y otros maestros de obra le entregaban cuando acababa la jornada. Siempre volvía al paradero y un nuevo amigo lo esperaba con otro cachuelo.

Los dolores aumentaban y la sangre en la orina era tan recurrente que ya poco le importaba cuanto tiempo le quedaba de vida. Solo sabía que pronto moriría y le gustaría morir trabajando.

Eusebio Mendoza era un contratista informal de lateros. Se había enterado del caso de Agripino cuando un día lo vio cojeando y sentándose en la alameda que estaba cerca del paradero. No le costó mucho enterarse que se encontraba en las últimas y solo buscaba tener una manera digna de morir.

En el pueblo todavía abundaban los techados, incluso había gente que decía que ya se podían considerar una ciudad. El ingeniero Bustamante siempre se contactaba con Eusebio para que, con su gente, realicen el trabajo en un día.

Eusebio, te tengo un negocio –decía– cómo es la cuestión. Somos quince cabezas, ingeniero –respondía– si quiere puedo conseguir más, todo depende de los metros cuadrados que haya que techar. Tú no te preocupes –intervenía el constructor– tú ven mañana a ver el techo y coordinamos bien, necesito a toda tu gente dispuesta a sudarla. Está bien ingeniero, ya mañana voy a ver el techo con usted y sacamos cuentas.

Eusebio invitó a Agripino a formar parte del grupo, como abastecedor de las latas. Como no podía cargar peso sobre los hombros, solo podía lampear el hormigón y el cemento como ayudante. Agripino aceptó encantado.

La mañana fue dura. El ingeniero les había encargado techar un auditorio que tenía por lo menos tres diferentes niveles. La labor no fue nada fácil y Agripino, sudando la gota gorda, cumplía con abastecer a las latas con la mezcla de concreto adecuada hasta que de un momento a otro sintió que se partía, dio un grito apagado y cayó mareado sobre el hombro derecho, aplastando la pala llena de cemento. En el acto los otros ayudantes lo cargaron y lo llevaron a un costado. Le dieron un poco de cañazo para que se reanime y siguieron con la faena. De rato en rato Eusebio le preguntaba cómo se sentía y él no respondía, se limitaba a asentir con la cabeza mirando a sus compañeros que terminaban de llenar el techo, los ojos se le aguaban.

A las seis de la tarde se concluyó con el trabajo. En el cielo las nubes eras escasas y no se esperaban lluvias fuertes en la noche. Agripino se acercó a Eusebio para pedirle disculpas por el impase y este le dijo que no se preocupara, que igual te voy a pagar lo que acordamos, mi hermano, hoy por ti mañana por mí y Agripino soltó una sonrisa de aprecio y alegría. Se limpió la mano y la estrechó fuertemente con Eusebio. Gracias compadre –le dijo– qué hubiera hecho sin este billetito. Alzó la maleta con sus ropas de trabajo y se fue perdiendo por la avenida que llevaba hacia la plaza de armas. Debió estar a medio camino cuando el cielo empezó a llorar.

*Publicado en Narrativas N°22