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Conocí a Serena en la noche que estuvo más tranquila. Su voz no pronunció palabra alguna mientras el profesor explicaba la teoría de la relatividad. Apuntaba todo, hasta el suspiro del maestro al saber que estaba frente a una clase de no entendidos en la materia. Yo me quedé mirándola casi toda la clase desde arriba, como si en algún momento me convirtiese en un halcón y volara hacia su carpeta, mientras todo el salón grita de espanto, para raptarla y preguntarte solamente si me puedes dar un beso.

Me la presentó Camila, la prima de mi mejor amigo. Empezó como una relación de amigos difícil de explicar. Era el mejor amigo del primo de la amiga de ella. Algo más, ese día salimos en grupo. Nadie había entendido la clase y querían reunirse antes del parcial para dar un repaso a los temas. Recién empezábamos el ciclo y ya tenías circulo de estudios. Qué carrera contra el tiempo. Qué locura de las letras que, ante las ciencias, no pueden hacer más que reunirse y platicar como atacarlas en un cuadernillo universitario.

El hecho es que, sin darnos cuenta, ella se volvió mi mejor amiga. Le contaba todo. Qué pasaba con mis padres divorciados, qué sentía al ver pasar a tal o cual chica, qué no me gustaba de la universidad, qué es lo que haríamos cuando salgamos de la carrera, etc. Sus influencias económicas siempre aplacaban a mi humilde procedencia doméstica. Siempre decía que iba a trabajar en la empresa de su papá y yo siempre decía que esperaba que alguna empresa me eche el ojo. Compartíamos tanto por el teléfono, por el chat, por los mensajes de texto que apenas nos dimos cuenta que ya eramos parte de una historia común. Ahí es cuando Sofía hizo su ingreso triunfal.

Un día de lluvia ella llegó con Camila al círculo y nos pidió permiso para incluirla en la sesión. Ella era de otra universidad, pero estaba llevando el mismo curso. La incluimos y mientras la observaba todo el trayecto hasta su sitio, Serena me dio dos codazos que me volvieron a la realidad y al tema que debatíamos ese instante. Nunca me pude sacar de la cabeza la imagen de Sofía entrando empapada por la lluvia y tomando asiento frente a mí. Tampoco el momento de despedirnos cuando la besé y Serena, al vernos, salió corriendo hacia mi auto, entró, se puso el cinturón y tocó la bocina como si nos estuviera esperando horas de horas.

Nada fue igual desde ese día. Ahora a Serena le comentaba cómo me iba con Sofía, qué había logrado en la semana y cuanto me gustaba. A ella le daba igual, siempre me lapeaba y me centraba en el tema del curso o cualquier otro tema. Me desviaba de ella para que le prestara mayor atención.

La misma universidad nos separó. Yo apenas iba porque ya tenía que trabajar y Sofía me había aceptado ya dos años antes. A Serena apenas la veía por la facultad y alguna que otra vez me la encontraba en el chat. Nada como antes.

Un día en clases de verano, Agustín llegó a mi con buenas nuevas. Serena había aceptado estar con un chico de último ciclo. Era su primer enamorado. Yo alguna vez los vi juntos pero no sospeché nada. Ella siempre me evitaba el tema. Me molesté en un inicio, pero luego caí en la cuenta de que no tenía por qué.

A la salida la miré con él agarrados de la manos y no pude soportarlo, me enojé, no la saludé y terminé corriendo por las calles con mi auto en busca de Sofía. Algo había cambiado, no lo comprendía. Hasta hoy.

Caí en la cuenta de que tal vez en algún momento ella se esperanzó en quedarnos juntos. Yo saqué el pie y todo se vino abajo. Olvide que el que se quedó pegado viéndola el primer día de clases fui yo. Que en un principio me había movido el piso. Pero la dejé ir. No le dije nunca nada y ahora ella también se va, es feliz. A las personas les cambiamos el destino con una palabra sincera, con una confesión. Pero no podemos hacerlo porque creemos que, con el tiempo, estas llegarán solas. Nunca llegan, eso es cierto. Y tenemos a aprender a convivir con las palabra atragantadas.

Y de tanto atragantarnos, morimos.

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Cuando terminé de subir el piso número quince recordé la frase de Westphalen: "nadie sube, son las escaleras las que bajan". Me quedé pegado a la barandilla a retomar el aliento y pensar que todavía faltaban cinco pisos. Maldita claustrofobia.

De pronto alguien sale por las escaleras de emergencia y sonríe fugazmente. Una joven que, por los frenillos en sus dientes, me causa mucha simpatía y me saluda como si fuera un conocido del barrio. Me mira con dulzura, como si le diera pena. Me coge del brazo y me ayuda a llegar al piso dieciséis sin problemas.

Sus manos eran suaves, como si recién se hubiera echado loción o crema para bebés. Su piel era tersa porque tenía un brillo sobre el que no desentonaba con la sonrisa que centímetros arriba me mostraba. No era muy alta, apenas le sobrepasaba. Sin embargo, su agilidad y bondad me hicieron querer que me ayude en todos los pisos que faltaban.

Me preguntó por qué no usaba los asesores a mi avanzada edad. Le conté sobre la claustrofobia que sufría desde niño y mi temor a morirme de un infarto por viajar en esas cajas. Me dijo que no me preocupe, que ella me podía ayudar a vencer ese miedo. Entramos al piso y un pasillo poco decente nos recibió. Me dijo que ese piso era la redacción de un diario amarillo y nunca lo arreglaban bien. Cogió una llave y abrió el ascensor de trabajadores. Me invitó a subir y yo perdido en su rostro tan hermoso ni me fijé cuando entramos casi de la mano. Le dije que iba al piso veinte a una reunión con mi abogado. Habló mal de él, que por qué no iba el a verme en vez de ir yo a por él, que tal vez solo me esté sacando dinero y no me representa fielmente. Le dije que no, que era un asunto extraordinario y que llegaba sin avisar.

En el piso dieciocho el ascensor se detuvo y yo me empecé a asfixiar. Una enfermera subió y dijo que tenía que ir a comer al piso 19. La chica de la escalera le habló como si se conocieran y se despidió antes de que baje. Cuando llegamos ella me quiso soltar y yo le dije que me espere, que tal vez mi abogado no estaba y que, si es que estaba, iba a demorar poco. Además, no podía bajar solo veinte pisos. Ella aceptó en esperarme un poco malhumorada.

Ramírez no estaba.

Cuando volvía hacia el ascensor la miré por primera vez de cuerpo entero y detenidamente. Su sonrisa era encantadora; su pelo y su rostro, también. Llevaba el pelo recogido su perfil se presentaba mágico, íntegro, lozano.

Cuando entramos al ascensor no me habló. Creo que su malhumor se extendió un poco más aunque seguía sonriéndome. Le conté como había empezado mi claustrofobia y tuvo compasión de mí. Se le pasó la acidez. Me tomé la libertad de cogerla de la mano y ella me miró con pena y dulzura, como su fuera su abuelo.

Al bajar le di las gracias y le pellizqué el brazo tiernamente. Ella me miró medio asustada y me dijo que tenía que trabajar. Por un momento me recordó a alguien y no sabía quién era. Me aferré a su brazo y no la quise soltar. Mi memoria estaba trabajando, pero no lograba llegar hasta la persona a quien ella me recordaba. Forcejeamos un momento hasta que ella se desesperó, empezó a gritar y miembros de seguridad se dirigieron rápidamente hasta donde estábamos. Todos se venían y me contenían pero yo no podía soltar su brazo. Ellos eran dos, tres y cada vez llegaban más y por extraño que parezca no podía soltarla. Tomé valor y le dije: no me dejes. Ella se serenó y todos se fueron apartando uno por uno. Ella me miró a los ojos y me respondió: nuestro tiempo terminó, Gaspar, el horario de visitas terminó.

Sofía me dio un beso en la frente y uno en cada mejilla, me hizo una señal de la cruz en la frente y tomó el gabán que había dejado tirado en un rincón. Nos vemos la semana que viene, me dijo. Yo quise extenderla mi brazo pero la camisa de fuerza no dejaba que me moviese bien. Caí en mi sitio y empecé a pensar en todo el tiempo que llevaba ahí y que , tal vez, afuera el mundo habría cambiado durante todos esos años.