©Carlo Reátegui

Voy al baño por segunda vez. Al parecer algo me ha caído mal. Cojo nuevamente el cuchillo y sigo cortando en pedazos los restos de Elizabeth. ¿Hace cuanto tiempo que dejé de amarla? Parece que hace poco, todavía siento pena de haber terminado de esta manera, creo que ahora nadie puede comprender cuánto la extraño.

Su cara esta ahora mucho más delgada. Casi no tiene belleza, el frío la está deshidratando y cada vez que hago un agujero para que la sangre salga de su cuerpo es más difícil hacerla correr por lo coagulos que no cesan de caer como jabón líquido o materia de alcantarilla.

¿Hace cuánto tiempo dejé de amarla?

Una día la vi hablando con el jardinero, él llevaba un oberol de jean azul y los brazos al aire. Era muy joven para ser jardinero. Ella siempre lo miraba cortar el césped y cuando llegaba del trabajo él se iba a su casa. Casi siempre coordinábamos. Luego del tercer día no volvió. Su cuerpo lo tengo congelado en la bóveda del costado. 

Ella lo extrañó y comenzó a beber. Cada día yo la veía más destruida y solitaria. No le importaba mi presencia.Había trabajado tanto para ella y no recibía el mínimo esplendor de afecto. Creo que en ese momento empecé de dejar de amarla. Lo demás vino por añadidura.

Utilicé un somnífero en el vino para dormirla. La colgué de una viga del sótano, se sostenía solo por las muñecas, despertó por el dolor. Frente a ella había colocado al jardinero. Creo que en ese momento ya no la amaba. Y empecé a rebanarlo con la navaja que ella usaba para cortar su cocaína. No sé qué le dolió más. 

Luego, cuando ya estaba por desmayar por el dolor de las muñecas, el asco del cerdo destrozado frente a ella empezó a vomitar. Su muerte fue lenta, ella tenía un trapo en la boca. Ya se imaginarán.

Ahora me pregunto, hasta qué punto pude ser engañado. Siento pena de mí mismo. Sin querer, les hice un favor. Se divertirán ahora que ya no estoy en el más allá para vigilarlos.