La visita


Imagen by Odaяa

Cuando terminé de subir el piso número quince recordé la frase de Westphalen: "nadie sube, son las escaleras las que bajan". Me quedé pegado a la barandilla a retomar el aliento y pensar que todavía faltaban cinco pisos. Maldita claustrofobia.

De pronto alguien sale por las escaleras de emergencia y sonríe fugazmente. Una joven que, por los frenillos en sus dientes, me causa mucha simpatía y me saluda como si fuera un conocido del barrio. Me mira con dulzura, como si le diera pena. Me coge del brazo y me ayuda a llegar al piso dieciséis sin problemas.

Sus manos eran suaves, como si recién se hubiera echado loción o crema para bebés. Su piel era tersa porque tenía un brillo sobre el que no desentonaba con la sonrisa que centímetros arriba me mostraba. No era muy alta, apenas le sobrepasaba. Sin embargo, su agilidad y bondad me hicieron querer que me ayude en todos los pisos que faltaban.

Me preguntó por qué no usaba los asesores a mi avanzada edad. Le conté sobre la claustrofobia que sufría desde niño y mi temor a morirme de un infarto por viajar en esas cajas. Me dijo que no me preocupe, que ella me podía ayudar a vencer ese miedo. Entramos al piso y un pasillo poco decente nos recibió. Me dijo que ese piso era la redacción de un diario amarillo y nunca lo arreglaban bien. Cogió una llave y abrió el ascensor de trabajadores. Me invitó a subir y yo perdido en su rostro tan hermoso ni me fijé cuando entramos casi de la mano. Le dije que iba al piso veinte a una reunión con mi abogado. Habló mal de él, que por qué no iba el a verme en vez de ir yo a por él, que tal vez solo me esté sacando dinero y no me representa fielmente. Le dije que no, que era un asunto extraordinario y que llegaba sin avisar.

En el piso dieciocho el ascensor se detuvo y yo me empecé a asfixiar. Una enfermera subió y dijo que tenía que ir a comer al piso 19. La chica de la escalera le habló como si se conocieran y se despidió antes de que baje. Cuando llegamos ella me quiso soltar y yo le dije que me espere, que tal vez mi abogado no estaba y que, si es que estaba, iba a demorar poco. Además, no podía bajar solo veinte pisos. Ella aceptó en esperarme un poco malhumorada.

Ramírez no estaba.

Cuando volvía hacia el ascensor la miré por primera vez de cuerpo entero y detenidamente. Su sonrisa era encantadora; su pelo y su rostro, también. Llevaba el pelo recogido su perfil se presentaba mágico, íntegro, lozano.

Cuando entramos al ascensor no me habló. Creo que su malhumor se extendió un poco más aunque seguía sonriéndome. Le conté como había empezado mi claustrofobia y tuvo compasión de mí. Se le pasó la acidez. Me tomé la libertad de cogerla de la mano y ella me miró con pena y dulzura, como su fuera su abuelo.

Al bajar le di las gracias y le pellizqué el brazo tiernamente. Ella me miró medio asustada y me dijo que tenía que trabajar. Por un momento me recordó a alguien y no sabía quién era. Me aferré a su brazo y no la quise soltar. Mi memoria estaba trabajando, pero no lograba llegar hasta la persona a quien ella me recordaba. Forcejeamos un momento hasta que ella se desesperó, empezó a gritar y miembros de seguridad se dirigieron rápidamente hasta donde estábamos. Todos se venían y me contenían pero yo no podía soltar su brazo. Ellos eran dos, tres y cada vez llegaban más y por extraño que parezca no podía soltarla. Tomé valor y le dije: no me dejes. Ella se serenó y todos se fueron apartando uno por uno. Ella me miró a los ojos y me respondió: nuestro tiempo terminó, Gaspar, el horario de visitas terminó.

Sofía me dio un beso en la frente y uno en cada mejilla, me hizo una señal de la cruz en la frente y tomó el gabán que había dejado tirado en un rincón. Nos vemos la semana que viene, me dijo. Yo quise extenderla mi brazo pero la camisa de fuerza no dejaba que me moviese bien. Caí en mi sitio y empecé a pensar en todo el tiempo que llevaba ahí y que , tal vez, afuera el mundo habría cambiado durante todos esos años.

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