San Francisco de los Inocentes (Parte 2)

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Martín despertó asustado y sudoroso a medianoche con la certeza de que las constantes pesadillas tenian un mensaje oculto. Soñar a su abuelo sentado en la mecedora le producía, más que miedo, vergüenza. Y es que los últimos años que pasó con él se tuvo que sacrificar mucho para poder llegar a conseguir que su abuelo lo apoyara en todo lo que exigía convertirse en un médico de profesión, el próximo único médico de la ciudad.

Don Anselmo le prometió enviarlo a estudiar la carrera que más ventajas económicas le traerían en el pueblo. No estudies para ser minero como yo, le decía constantemente, tampoco quiero que seas un don-nadie como el perro de tu padre que se largó dejando a mi pobre hija embarazada. Desde que eras niño vi como cuidabas a los animales y luego como cuidaste a tu madre cuando cayó enfema, yo creo que puedes estudiar medicina, tengo familiares en la capital que te pueden alojar y yo te pago los estudios, quiero que San Francisco esté orgulloso de ti como lo estoy yo.

Martín asentía cada vez que su abuelo tocaba el tema e incluso se sentía capaz de seguir la carrera que este le aconsejaba, sin embargo temía salir de San Francisco y vivir solo. Desde la muerte de su madre había tenido que buscar y ganarse los frijoles. Su abuelo le daba alojamiento y comida, pero él siempre quiso más. A los 15 años trató de dejar de depender de su abuelo porque toda la gente en el pueblo le decía que era un inútil nacido en cuna de oro. El pasado forjado por Don Anselmo le pesaba tanto que temía no poder responder a las expectativas de los demás y dejar la carrera a medias.

Desde un principio no defraudó a nadie, incluso mientras pasaban los semestres se hizo conocido en su facultad por sus altas notas. De San Francisco le llegaban cartas del abuelo y de cómo estaba el pueblo en su ausencia. Siempre encontraba el dinero suficiente para sobrevivir por un buen tiempo hasta que llegaba la siguiente carta. Era casi mágico porque la carta siempre llegaba cuando le quedaban pocos centavos para sobrevivir. Su nueva vida había tomado muchos giros inesperados, tenía nuevos amigos y nuevos intereses, se apasionó más por la medicina y los constantes miedos se diluyeron en el agua de las oportunidades que le brindaba su nueva ciudad de residencia.

Dos años después de llegar a la capital, Martín empezó a tener las pesadillas referidas a su abuelo. Siempre era igual, él jugaba en la huerta, trepado en los arboles de guinda y cogiendo uno a uno sus frutos para luego comerlos en el lonche de las seis. De un momento a otro escucha que lo llaman desde la sala, salta y corre como alma que lleva el diablo hasta que puerta desde donde ve a su abuelo meciendose y llamándolo, estirando la mano derecha como si fuese a caer de un momento a otro, entonces el se desespera y va corriendo y el camino se hace interminable y su abuelo se mece cada vez más lentamente y su brazo va cayéndo hasta reposar sin vida y sus ojos se van cerrando como si quedara porfundamente dormido. De golpe abre los ojos y la tía Josefina está a su lado con los ojos llorosos sacudiéndolo. Secándose las lagrimas, lo recuesta y le dice en voz baja: "Martincito, tienes que volver a San Francisco, tu abuelo se está muriendo"

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